martes, 26 de octubre de 2010

MaraVillas de la Belle Époque


Cuentan que la elegante dama vino en el último tren del siglo XIX. Había bajado de uno de aquellos ruidosos convoyes de vapor que, cargados de aires de otras estaciones, llegaban con receloso retraso. Trenes y pasajeros que daban vida a las muertas vías de la capital del Vero.

La ciudad, aunque acostumbrada al paso de forasteros y comerciantes, sentía especial recelo hacia aquella mujer vestida de finas puntillas, orgulloso sombrero y práctica sombrilla. Recelo porque parecía decidida a quedarse y a revolucionar a las mozas de bastos delantales, pesados cántaros e inmensos canastos de ropa que lavar de rodillas.
Apodaban a aquella optimista dama la Belle Époque.

Nada más llegar destapó su frasco de aromas afrancesados, impregnando los alrededores de la ciudad y motivando los sentidos de sus habitantes. A todos agradaba ese olor a modernidad con un toque ácido, a la vez que reposado. Los barbastrenses, inmersos en sus quehaceres, sentían estos aromas distintos, ideales para salir de la rutina diaria.
La Belle Époque salía, al atardecer, por los caminos de acceso a la ciudad. Poco le importaba que aún fuesen de tierra, porque para ella no eran carreteras sino verdaderos Paseos, arcos triunfales de la ciudad. Y los adornaba con adoquines y con la fresca sombra de frondosos árboles, parándose en cualquier banco para dar conversación sobre nuevos tiempos y nuevas mentes que habrían de venir. Ella sólo buscaba salir de las estrechas calles, de la compacta fortaleza llamada ciudad. Libertad a fin de cuentas.
Los caminos comenzaron entonces a salpicarse de bellas amapolas de colores eléctricos y gustos eclécticos: las torres o villas -denominación ésta más al gusto de la época-. Las casetas de labranza de adobe y tapial daban paso a casas de recreo de ventanas venecianas, molduras de cemento y hierros ondulantes. Las tierras de labranza cedían parte de su espacio a porches con fuentes, bancos y a especies vegetales: rosales, claveles, hiedras… que competían en exótica decoración.

La Belle Époque, como alternativa al feudo masculino que identificaba la casa principal, fue bautizando sus villas con románticos nombres de mujer, como Villa Rosario (con su coqueto quiosco) o Villa Elena (de vivos azulejos). Y con otros nombres más distendidos, como Torre Calcetín.

Estas construcciones, verdadero capricho y mimo de sus moradores, eran estandartes del gusto moderno y de la satisfacción social. Segunda residencia en muchos casos y vivienda en otros. Lugares de escapada para los sofocantes calores del verano y discretos solariums ajenos a indiscretas miradas que observaban con envidia el nacimiento de nuevos privilegios. El mero hecho de disfrutar del campo sin considerarlo sustento era la más preciada de las joyas.
De arquitectura sencilla, las villas contaban con todo lo necesario para pasar largos días de asueto, de revoltosos juegos de niños, de comidas familiares, de hospitalidad con el paseante, de charlas y tertulias. Conversaciones bajo una parra de la que asomaban brillantes racimos o bajo un vibrante cielo de estrellas. Olor a chimenea y sueños a la fresca de una nueva época.

Al atardecer de años más tarde y sin esperarlo, sobre la ciudad, sobre los campos y sus villas, el vuelo de golondrinas se transformaría en el planear de murciélagos de guerra. Y se hizo la noche.

El hambre y la destrucción obligó a la dama a refugiarse bajo el amparo de la ciudad. La Belle Époque, que se dejaba llevar por el tiempo, también tuvo su decadencia. Su bello rostro, maquillado tras la Primera Guerra Mundial, comenzó a cuartearse de nuevo. Los vecinos aceptaron que la Belle Époque debía ser una moza más de manos trabajadoras. Comprendieron la necesidad de que las villas abandonaran el recreo y sirvieran como casas de huerta. Comenzaba una condena a todo lo ostentoso.
Tras lenta agonía la dama murió, dejando su fragancia en varios rincones de Barbastro donde todavía se la recuerda por su personalidad serpenteante y viva, hecha formas y molduras; por su libertad, en sus villas, en la lejanía de la masificación urbana. En definitiva, por ser especial y diferente. Eso es lo que ha de permanecer.

Nuestra particular Belle Époque merece toda nuestra atención, particulares e instituciones. Pero no sólo atención a edificios sino a entornos, puesto que de nada sirve conservar una villa ahogada y amenazada por obras mastodónticas, sin que disfrute de una amplia zona de vegetación y de recreo. Esperamos, expectantes, la catalogación y protección de estos espacios. Debemos dar la oportunidad para que el patrimonio maraville la vista y la memoria, para dar nuevos aires a la historia de igual forma que ella nos los brindó en un frasco de esencia modernista.

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Algunas de estas construcciones denominadas torres o villas han tenido el beneplácito de sus moradores, quienes hoy, con sumo mimo vuelven a dar vida a sus paredes. Desde aquí un agradecimiento a todos ellos por mantener viva la memoria arquitectónica y así poder contemplarlas en esencia, como Villa Adela en calle Torreciudad, Villa Elena en Avda. Pirineos (año 1929) y Villa Rosario en Crta. Cregenzán (1930) de curiosa escalera de acceso. Otras construcciones ya no existen, como la típicamente modernista Casa Valle (1934) en Avda. Ejército Español; otras, malheridas por el paso de las épocas sobreviven como la Torre Calcetín (1915) en el desvío a El Pueyo en la N-240, Casa Valle o de Mora en avda. Pirineos (1914), la villa del Camino de los Tapiados (de interesante forjado) cuyo contorno ilustra estas lineas o, aunque no sea de la época, la villa de la calle Aínsa (inscripción de 1776).

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Nota del bloguero: Texto publicado en el Extra Fiestas de El Cruzado Aragonés de septiembre de 2010.

Ilustración: Sergio Alonso (SerAlGo)