viernes, 23 de diciembre de 2011

"La estrellita de papel de plata"

Los que ya pasamos la treintena aún recordamos tiempos austeros en los que la Navidad llegaba en Diciembre. Tiempos en los que se cantaban villancicos y no importunábamos a nadie al nombrar a la Virgen, al niño y a los peces que bebían en el río, y se desconocía al reno al que todos los niños, laicos, cantan ahora. En definitiva, la Navidad se celebraba a tiempo y bien.

Quiero reflexionar, como seguramente muchos hacemos (da igual si de treinta u ochenta), sobre la decoración de estas fiestas. Nunca mejor dicho: "decoración".

Rechirando entre cajas y cajas, que llegaron en su día a mi casa con la alegría de pasear el aguinaldo, he encontrado una pequeña estrella de cartón recubierta ya por un cuarteado papel de plata. La he observado un buen rato y me he emocionado cuando al descubrir las marcas de mi puño, escritas a bolígrafo azul sobre cartón gris. Seguramente el cartón sería de alguna caja de galletas y, sobre ella, intenté dibujar la estrella perfecta, para mí la de cinco puntas, igualita que la estrella colgante que brillaba sobre las entradas a Barbastro.

Para quien no las recuerde, le diré que había unas tres estrellas hechas de bombillas, que iluminaban los accesos a Barbastro por las carreteras principales: desde Monzón, desde Huesca y desde Graus. Para mí, las más bonitas que he visto en mi vida. Aún podemos intuir la silueta de una de ellas junto a la Estación pero, ahora, hecha de hilo luminoso. Las más bonitas y que intenté imitar en mi estrellita de cartón y papel de plata.

Hablando de adornos navideños, Barbastro tenía allá por los años ochenta sólo unos pocos: las mencionadas estrellas, el mimado -antes talado- árbol de la calle San Ramón y su casita que contenía un Belén; y las luces del Coso en las que se aprovechaba la guirnalda con el escudo que iluminaba las fiestas mayores, cambiando el barbudo por la silueta de un abeto verde. También la parroquia de San Francisco decoraba su portada como hace ahora -con un nacimiento-, en la torre, una estrella, e incluso en la galería aragonesa hubo letras de "paz y amor". En los comercios, además, se veían belenes y algún novedoso adorno de los que vendían las decoraciones típicas de estos días y, en sí, eran todo un espectáculo los escaparates de los almacenes que rebosaban juguetes. Lucir, también lucían algunos árboles en privilegiados jardines, en centros educativos y en el "cuartelillo". Poco más... ¡y poco menos! Adornos repetitivos que resultaban siempre nuevos a la mirada que se dejaba emocionar.

Pero quiero volver con mi pequeña estrella y a sus recuerdos de mi casa, de mi infancia. Me vienen a la memoria cinco adornos del raquítico y minúsculo árbol familiar, árbol de corazón de madera y escasos y artificiales brazos, comprado sin no poco esfuerzo de mis padres. Esos adornos eran unas campanas y unos zapatos, ambos de dos en dos, plateados y con hojas de acebo; el tercero era un bonito espumillón multicolor, poco habitual y que competía en belleza con raquíticos espumillones de alambre que perdían su frondosidad con sólo mirarlos; el cuarto adorno era una bola poliédrica, para mí "exclusiva" ante las esféricas de plástico, que eran poco habituales ya que sí lo eran las de frágil cristal; y, por último, mi preferido: una concha de plástico pintado de plata que contenía un nacimiento minúsculo, y ¡se abría y todo! De estos adornos sólo conservo el espumillón y la bola, fieles testigos vivos de mi inquieta infancia. Ahora los cuido y los tengo presentes cada Navidad.

A estos recuerdos se suma ahora la pequeña estrella. Pequeña como pequeñas eran las luces del árbol, todo un lujo era comprar una guirnalda de 8 bombillas de colores y, más lujo aún, si tenían intermitencia aunque eso sí, se apagaban todas a la vez... no hacían las maravillas que hoy hacen que cantan y todo, hasta bailan al ritmo de la música.

El color... para mí mi infancia es en color. Mezclas, quizás estridentes, de colores: bolas de colores, espumillones de colores, luces de colores... que disfrazaban lo realmente real: un árbol raquítico, simple... como si fuera un símil de aquellas fiestas: sencillas, austeras, pero de color y de alegría. En las que el mejor tesoro iba emocionalmente vestido de papel de plata.

Los adornos se repetían año tras año. Tanto los que veía por la calle como los de mi casa. Repetidos, previsibles, pero tan queridos como si fueran cada año nuevos. Y la ilusión, como mi árbol, no se mantenía en pie sola. Necesitaba la ayuda de los demás como se necesitaban las piedras para rellenar el tiesto en el que plantar el arbolito, como se necesitaban unas manos adultas para realizar un empalme que jubilaba la bombilla fundida... Esta ayuda de todos es la ilusión que aún hoy sigo teniendo y que me alegro de ver a mi alrededor, que me hacen iluminar el vacío del consumismo, incluso iluminan más que cualquier guirnalda de led y cortinas luminosas "efecto nieve"; iluminan más que la invasión de balcones a 220 voltios e infinitos vatios; más que los miles de Papás Noel que trepan a nuestras casas ya en Noviembre...

Para acabar, cierro los ojos, y veo mis zapatos, pequeños, puestos en el balón en espera de Sus Majestades los Reyes de Oriente. Seguro me traerían caramelos y alguna prenda necesaria. No necesitaba más, la ilusión para mí lo era todo. Sabía que todo lo que me traerían cabría en mis zapatos.

Y sigo con los ojos cerrados y veo las telas del Niño Jesús... ojalá no se quede en moda, sino que estos adornos sean mimados y se sepan mostrar en los balcones con toda dignidad. Como yo sigo haciéndolo con mi bola cuarteada, con mi espumillón multicolor y, ahora, con mi pequeña estrella de papel de plata.


NOTA DEL AUTOR: la intención de que este texto no vaya acompañado de imagen es, simplemente, para ayudar a imaginar.