domingo, 25 de abril de 2010
Los niños ya no juegan en la ermita del Plano
Hace un par de semanas decidí pasear por los alrededores de Barbastro para grabar unas imágenes en video de los campos. Por cierto, cada vez menos "campos" y más víctimas contanimadas de construcciones, postes de la luz, carteles, etc.
Pensé que el camino rural hacia el Santuario de El Pueyo no me defraudaría: campos extensos salpicados de carrascas, olivos y almendros.
Hacia allí me dirigía cuando me encontré, nada más salir de Barbastro, con el desvío a la ermita de la Virgen del Plano. La curiosidad me invadió con ánimo de recordar tiempos pasados. Así que cambié el rumbo hacia allí.
Mi memoria recordaba un trayecto mucho más largo. Pero no, qué alivio al comprobar que no hay que caminar tanto.
Lo que no recordaba tanto son dos cosas: una, el camino asfaltado y otra, que hay varias casas habitadas en las inmediaciones.
Sabía lo que me iba a encontrar. Hace unos años ya fue noticia la profanación del templo y el robo de la campana.
Pero la sorpresa al llegar al lugar es mucho mayor: es una destrucción completa. Ni bancos, ni columpios, ni puertas, ni paredes han pasado inadvertidas a la acción de los vándalos.
Vuelven a surgir vertederos de basura incontrolados. Y no se ve el final de esta agonía.
¿Cómo un lugar tan frecuentado por familias, por niños, ha podido acabar así? ¿Estamos a tiempo de hacer algo por esta zona de juegos y meriendas? ¿Volverán los chapuzones en la piscina?
Los árboles, en su cita veraniega, van a cubrir con sus verdes ramas el cauce del río, tapando la vergüenza de lo que hoy se ha convertido, lo que un día fue una bonita tarde de torta con chocolate.
Mientras reflexiono, un padre y su hijo pasan a mi lado. Van armados de cañas de pescar. El niño me saluda y más tarde, pensando que no le oigo, dice a su padre sorprendido: "¡papá, está haciendo un reportaje para la tele!". Para él ese lugar tiene magia. Para mí, la magia es pensar que, pese a la ruína, este teatro cumple su función.
Imágenes en blanco y negro:
Puente colgante, web: barranque.com
Ermita: usuario "uselio" de flickr.com
sábado, 3 de abril de 2010
Réquiem por un árbol
Qué tiempos aquéllos en los que los árboles eran señas de identidad urbana: el acceso por las principales avenidas (en las que se podía pasear en verano bajo la sombra), el paseo del Coso, el paseo de los Amantes... daban exclusividad y un ámbiente romántico. Los árboles se hacían centenarios, imponentes.
En tiempos, un árbol, una zona verde, era el centro sobre el que se desarrollaba el urbanismo del entorno. Ahora, si sobra sitio se planta una especie, bonita, pero que no se desarrolle más de la cuenta para no herir el asfalto.
¿Quién se acuerda ya del crimen de las moreras de carretera Cregenzán? O de la tala de plataneros de la plaza de Guisar de los que, afortunadamente, se indultó uno que impone su presencia en un urbanismo estandarizado y que constata que allí hubo comercio, molino y animadas noches de verano a la fresca.
Hoy os hablaré de un árbol que quiso ser y no fue. Una historia real en forma de cuento.
Sepan ustedes que hubo un pedacito de tierra abierto entre cientos, miles, millones de adoquines danzarines. De este pedacito de tierra surgía la vida: un escuálido tronco de un proyecto de frondosa sombra.
La misma mano que años atrás había talado la vida de sus robustos antecesores era ahora la que le obligaba a crecer en la radiante plaza nueva. Eso sí, su nueva vida, en un privilegiado emplazamiento, se hacía una agonía: los adoquines atragantaban su tronco y ahogaban sus raíces. Tanto, que el pedacito de tierra del que brotaba era casi inexistente.
Tímido, el fino tronco se esmeraba cada año en abrir sus hojas al caluroso sol. Él sabía que antes que él hubo otro, y antes de ése hubo otro más, que no habían resistido firmes al sol en formación con otros de su mismo batallón arbóreo.
Aguantó ser aplastado por un camerino festivo y empujones de algún que otro senil conductor nobel; -¿la señal no indica zona de paso restringida? -se decía. Pese a todo era buen vecino y tuvo que tragar cambios de aceite en talleres improvisados y la fumata de hierbas que le provocaban la risa. Hasta en son de buena vecindad estuvo a punto con sus ramas de batir palmas al son de la rumba.
Pese a su juventud se sentía abuelo, condenado a mantenerse erguido gracias al apoyo de un tronco inerte al que lo apresaban. Pero consiguió lo que otros no hicieron: ver pasar dos primaveras y pronto llegaría la tercera y, seguramente, le liberarían de esa atadura.
Poco antes de abril alguien colocó un vallado en la plaza, su casa. Una gran celebración. ¿Quizás una obra que lo protegería? ¿Harían alrededor de su tronco un cuadrado de tierra para respirar? Las vallas se iban moviendo al compás de las obras. Y se acercaron a él, tanto, que estrecharon el espacio por el que circulaban los coches. Llegaron a rozarlo, una y otra vez, hasta que un golpe fue tan certero que lograría herirlo de muerte. Tumbado ya sobre la plaza soltaba su última savia como lenta agonía.
Muchos de los que allí pasamos lo oímos lamentarse, pero no lo levantamos. Él sabía su destino. Aún así pedía que su pedacito de tierra, defendido hasta la muerte, fuese ocupado con una nueva vida y, si los responsables municipales le dejaban, rogaba ser convertido en mástil que apoyase al nuevo inquilino.
Pero ninguno de sus deseos se cumplió. Sobre el pedacito de tierra una orden de lo alto echó cemento; y los adoquines ganaron nuevos territorios. Y cerraron su herida como lo hicieran con los árboles que allí habitaban antes de la colosal urbanización. Como una cruel burla en una de las vallas figuraba su destino escrito: “poda de árboles”. No era la intención de la obra, pues las vallas se habían reutilizado sin quitar el cartel, pero resultó ser un mal augurio de una mala “poda” que ahora escribo a modo de réquiem.
En tiempos, un árbol, una zona verde, era el centro sobre el que se desarrollaba el urbanismo del entorno. Ahora, si sobra sitio se planta una especie, bonita, pero que no se desarrolle más de la cuenta para no herir el asfalto.
¿Quién se acuerda ya del crimen de las moreras de carretera Cregenzán? O de la tala de plataneros de la plaza de Guisar de los que, afortunadamente, se indultó uno que impone su presencia en un urbanismo estandarizado y que constata que allí hubo comercio, molino y animadas noches de verano a la fresca.
Hoy os hablaré de un árbol que quiso ser y no fue. Una historia real en forma de cuento.
Sepan ustedes que hubo un pedacito de tierra abierto entre cientos, miles, millones de adoquines danzarines. De este pedacito de tierra surgía la vida: un escuálido tronco de un proyecto de frondosa sombra.
La misma mano que años atrás había talado la vida de sus robustos antecesores era ahora la que le obligaba a crecer en la radiante plaza nueva. Eso sí, su nueva vida, en un privilegiado emplazamiento, se hacía una agonía: los adoquines atragantaban su tronco y ahogaban sus raíces. Tanto, que el pedacito de tierra del que brotaba era casi inexistente.
Tímido, el fino tronco se esmeraba cada año en abrir sus hojas al caluroso sol. Él sabía que antes que él hubo otro, y antes de ése hubo otro más, que no habían resistido firmes al sol en formación con otros de su mismo batallón arbóreo.
Aguantó ser aplastado por un camerino festivo y empujones de algún que otro senil conductor nobel; -¿la señal no indica zona de paso restringida? -se decía. Pese a todo era buen vecino y tuvo que tragar cambios de aceite en talleres improvisados y la fumata de hierbas que le provocaban la risa. Hasta en son de buena vecindad estuvo a punto con sus ramas de batir palmas al son de la rumba.
Pese a su juventud se sentía abuelo, condenado a mantenerse erguido gracias al apoyo de un tronco inerte al que lo apresaban. Pero consiguió lo que otros no hicieron: ver pasar dos primaveras y pronto llegaría la tercera y, seguramente, le liberarían de esa atadura.
Poco antes de abril alguien colocó un vallado en la plaza, su casa. Una gran celebración. ¿Quizás una obra que lo protegería? ¿Harían alrededor de su tronco un cuadrado de tierra para respirar? Las vallas se iban moviendo al compás de las obras. Y se acercaron a él, tanto, que estrecharon el espacio por el que circulaban los coches. Llegaron a rozarlo, una y otra vez, hasta que un golpe fue tan certero que lograría herirlo de muerte. Tumbado ya sobre la plaza soltaba su última savia como lenta agonía.
Muchos de los que allí pasamos lo oímos lamentarse, pero no lo levantamos. Él sabía su destino. Aún así pedía que su pedacito de tierra, defendido hasta la muerte, fuese ocupado con una nueva vida y, si los responsables municipales le dejaban, rogaba ser convertido en mástil que apoyase al nuevo inquilino.
Pero ninguno de sus deseos se cumplió. Sobre el pedacito de tierra una orden de lo alto echó cemento; y los adoquines ganaron nuevos territorios. Y cerraron su herida como lo hicieran con los árboles que allí habitaban antes de la colosal urbanización. Como una cruel burla en una de las vallas figuraba su destino escrito: “poda de árboles”. No era la intención de la obra, pues las vallas se habían reutilizado sin quitar el cartel, pero resultó ser un mal augurio de una mala “poda” que ahora escribo a modo de réquiem.
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