Qué tiempos aquéllos en los que los árboles eran señas de identidad urbana: el acceso por las principales avenidas (en las que se podía pasear en verano bajo la sombra), el paseo del Coso, el paseo de los Amantes... daban exclusividad y un ámbiente romántico. Los árboles se hacían centenarios, imponentes.
En tiempos, un árbol, una zona verde, era el centro sobre el que se desarrollaba el urbanismo del entorno. Ahora, si sobra sitio se planta una especie, bonita, pero que no se desarrolle más de la cuenta para no herir el asfalto.
¿Quién se acuerda ya del crimen de las moreras de carretera Cregenzán? O de la tala de plataneros de la plaza de Guisar de los que, afortunadamente, se indultó uno que impone su presencia en un urbanismo estandarizado y que constata que allí hubo comercio, molino y animadas noches de verano a la fresca.
Hoy os hablaré de un árbol que quiso ser y no fue. Una historia real en forma de cuento.
Sepan ustedes que hubo un pedacito de tierra abierto entre cientos, miles, millones de adoquines danzarines. De este pedacito de tierra surgía la vida: un escuálido tronco de un proyecto de frondosa sombra.
La misma mano que años atrás había talado la vida de sus robustos antecesores era ahora la que le obligaba a crecer en la radiante plaza nueva. Eso sí, su nueva vida, en un privilegiado emplazamiento, se hacía una agonía: los adoquines atragantaban su tronco y ahogaban sus raíces. Tanto, que el pedacito de tierra del que brotaba era casi inexistente.
Tímido, el fino tronco se esmeraba cada año en abrir sus hojas al caluroso sol. Él sabía que antes que él hubo otro, y antes de ése hubo otro más, que no habían resistido firmes al sol en formación con otros de su mismo batallón arbóreo.
Aguantó ser aplastado por un camerino festivo y empujones de algún que otro senil conductor nobel; -¿la señal no indica zona de paso restringida? -se decía. Pese a todo era buen vecino y tuvo que tragar cambios de aceite en talleres improvisados y la fumata de hierbas que le provocaban la risa. Hasta en son de buena vecindad estuvo a punto con sus ramas de batir palmas al son de la rumba.
Pese a su juventud se sentía abuelo, condenado a mantenerse erguido gracias al apoyo de un tronco inerte al que lo apresaban. Pero consiguió lo que otros no hicieron: ver pasar dos primaveras y pronto llegaría la tercera y, seguramente, le liberarían de esa atadura.
Poco antes de abril alguien colocó un vallado en la plaza, su casa. Una gran celebración. ¿Quizás una obra que lo protegería? ¿Harían alrededor de su tronco un cuadrado de tierra para respirar? Las vallas se iban moviendo al compás de las obras. Y se acercaron a él, tanto, que estrecharon el espacio por el que circulaban los coches. Llegaron a rozarlo, una y otra vez, hasta que un golpe fue tan certero que lograría herirlo de muerte. Tumbado ya sobre la plaza soltaba su última savia como lenta agonía.
Muchos de los que allí pasamos lo oímos lamentarse, pero no lo levantamos. Él sabía su destino. Aún así pedía que su pedacito de tierra, defendido hasta la muerte, fuese ocupado con una nueva vida y, si los responsables municipales le dejaban, rogaba ser convertido en mástil que apoyase al nuevo inquilino.
Pero ninguno de sus deseos se cumplió. Sobre el pedacito de tierra una orden de lo alto echó cemento; y los adoquines ganaron nuevos territorios. Y cerraron su herida como lo hicieran con los árboles que allí habitaban antes de la colosal urbanización. Como una cruel burla en una de las vallas figuraba su destino escrito: “poda de árboles”. No era la intención de la obra, pues las vallas se habían reutilizado sin quitar el cartel, pero resultó ser un mal augurio de una mala “poda” que ahora escribo a modo de réquiem.
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Me alegra ver este blog estoy deacuerdo con todo lo que dice. El cemento, hormigon y adoquin se apoderan de la ciudad y los arboles pasan a la historia. Lo mismo que con el patrimonio se lo han cargado todo.
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